jueves, 4 de junio de 2015

Del cartón al concreto

Del cartón
al concreto

 Era el año 1973. Una habitación de cinco por cinco metros hecha de tabique blanco, cubierta con láminas de cartón, es la vivienda. Malhecha no solo porque los muros estaban desnivelados sino también porque los tabiques estaban adheridos entre sí con una mezcla de cal, arena y una pizca de cemento para reforzar. Con ayuda de un tío, mi padre la construyó con sus manos sin ser albañil ni tener nociones de ello.
Ubicada cerca de otras casuchas hechas con láminas de cartón y trozos de madera desechada, entre una zona de terrenos ejidales que amenazaban ser convertidos en una colonia más de la capital queretana, nuestra humilde vivienda rodeada de mezquites y surcos que denotaban la condición de tierras de cultivo de la tierra en que se asentaba, carecía de los servicios más elementales como energía eléctrica y agua potable.
Con el tiempo la colonia fue creciendo hasta convertirse en lo que actualmente es. Una colonia que fue absorbida rápidamente por el crecimiento de la mancha urbana, pues prácticamente se encuentra en el centro de la ciudad, cuando mucho a dos kilómetros del Centro.
Ahí pernoctábamos, en el suelo. El piso era de tierra. Unos petates eran nuestra cama. Unas cajas de madera que antes habían sido utilizadas para transportar jitomate ahora nos servían como mesa o como guardarropa, de la poca que teníamos.
 De noche la casa cumplía la función de dormitorio; de día era el comedor. También sala de estudio para el naciente estudiante que era yo, (aunque muchas veces mi madre me llevó junto a un enorme mezquite para, con silabario en mano, enseñarme las primeras letras). La única habitación que era nuestra casa, después de algunos meses tenía negro uno de sus rincones por el humo que despedía la estufa de petróleo, usada para cocinar y en cuyos momentos también despedía un pestilente olor. Tan negro estaba que a las horas del amanecer y del atardecer era el sitio más oscuro del cuarto.
Eso sí, teníamos un enorme espacio para jugar alrededor. Como fuimos de los primeros habitantes en llegar, había muchos mezquites por doquier. Trepábamos felices sin medir las consecuencias. Por fortuna, nunca tuvimos accidente alguno.
Ante estas circunstancias, mi sueño infantil era estudiar y estudiar hasta convertirme en profesionista y ayudar a mis padres.
Por la situación en la cual vivíamos, mi padre se desesperaba. Su nula preparación académica, aunque suplida por una gran agudeza e inteligencia, le permitían acomodarse fácilmente en uno o en otro trabajo. Aprendió a leer y escribir sin ayuda de maestro alguno así como a resolver las operaciones matemáticas básicas. Aprendió de manera autodidacta. Nunca pisó una escuela. Del mismo modo aprendió a manejar vehículos automotores. Su maestra y escuela, ha sido la vida misma.
Fue soldado, policía… dependiente en una dulcería de la vieja central que estaba frente a la alameda … también intendente por muchos años en una fábrica… cuenta que también fue ayudante de operador de camión de pasajeros. En temporadas se contrataba en dos trabajos. Salía de uno para entrar a otro. Apenas sí tenía tiempo para ir a la casa y estar dos pares de horas con su familia. Sus días de descanso apenas le permitían reponerse, aún así los ingresos económicos no eran suficientes. Seis bocas qué mantener le exigían obtener recursos suficientes para los gastos más indispensables (en ese entonces, dos niñas y un varón eran todos mis hermanos). De cualquier manera, ya éramos bastantes.
Así pasaban los primeros años de mi infancia, hasta que una mañana mi madre nos comenzó a arreglar para salir de viaje.
-Nos vamos al rancho- dijo.
 Recién había comenzado el ciclo escolar. Pero no importaba. Nuestra suerte estaba echada.
A partir de ese día vivimos en el rancho Las Adjuntas del municipio de San Luis de la Paz, a unos metros de la casa de los abuelos paternos, en medio de la Sierra Gorda de Guanajuato.
 Dos días después de llegar a nuestro nuevo hogar, mi padre ya no estaba con nosotros.
Al otro día que arribamos al rancho mi abuela y mi madre prepararon pinole. Tostaron maíz y lo molieron mezclándole piloncillo y canela. Por la tarde preparaban el equipaje de mi padre.
Al día siguiente muy de mañanita, todavía oscuro, mi progenitor tomaba la vereda que conduce la Mesa de Palotes, el poblado más cercano, donde salía el camión para trasladarlo a San Luis de la Paz. De ahí saldría en autobús hacia “el Norte”.
Un morral con botellas llenas de agua y unas bolsas con pinole eran su maleta, su sostén para varios días. No llevaba más ropa que la que traía puesta, si acaso una camisa adicional. ¿Para qué quería más? Solo le estorbaría en “la pasada”. El agua y el pinole serían su principal alimento durante el tiempo que duraría el trayecto entre sus raíces y un sueño: el sueño de cambiar su vida y la de su familia.
-Se va pa’l otro lado- nos explicó mi mamá-. Allá va a ganar dólares. Pídanle a Dios que le vaya bien en el camino, y cuando llegue allá gane hartos dólares. Así,  cuando se venga y con lo que traiga [de dinero], nos vamos a la ciudad otra vez para  que ustedes estudien. Tengan lo que nosotros no tuvimos.
Mis hermanos y yo nos enteramos mucho tiempo después sobre los peligros y vicisitudes que mi padre tuvo que librar para estar más allá del Río Bravo, ya que se fue de “mojado”: Varios días de camino a pie entre el monte; cruzar el río [Bravo]; cuidarse de la ‘migra’;  buscar un coyote para que lo ayudara en la pasada. Entre las dificultades hubo algo bueno: acomodarse en algún empleo no fue tan difícil, según nos platicó. Inclusive comentó que llegando a un rancho en el estado de Texas, empezó a trabajar.
Mientras en el rancho, nuestra vida en un ambiente desconocido para nosotros cambió considerablemente.
Ahora nuestro hogar lo constituían tres chozas. Un jacal de piedra cuyo techo era de tejamanil y palma, servía como cocina y comedor. Otra choza construida del mismo material que la anterior servía como granero o bodega para los arreos de labranza. ¡Ah! También como dormitorio.
La tercera habitación era de adobe, techada con láminas galvanizadas. En esta se resguardaban las cosas de mayor valor y también la usaban como recámara. Si no mal recuerdo, ahí dormía mamá con las niñas pequeñas.
Mis abuelos eran poseedores de terrenos muy extensos. El lugar donde vivían ellos, desde nuestra percepción, era un paraíso. Sembradío de maíz casi todo el año (por su cercanía al arroyo se hacían siembras de temporal y de riego); árboles frutales diversos (higueras, manzanos, duraznos, nogales, zapotes); robles, encinos, cedros y pinos eran algunos otros tipos de los árboles que ahí había. El sitio era identificado como “La huerta”.
Además, estábamos asentados en un territorio tan grande que viéndolo actualmente, en tres kilómetros a la redonda, sólo había cuatro familias.
 ¿Para jugar? No nos faltaba dónde hacerlo. Teníamos cerros, laderas, arroyo, montañas, árboles de varios tipos a nuestro alrededor. La imaginación era nuestra única limitante.
Es cierto que las condiciones ambientales en ese momento eran muy favorables… Las lluvias se aparecían cíclicamente… El terreno era fértil… La extensión de las tierras del abuelo era considerable… Había ganado (reses, asnos y equinos), así como aves de corral suficientes para subsistir. Pero eran de los abuelos y mi padre no estaba dispuesto a esperar si le “tocaba algo”. Además, él ya tenía su propia familia y consideraba que su obligación era proveerla de los satisfactores más indispensables. Por eso se fue “al otro lado”.
Pasaron los primeros meses. No sé cuantos. Tal vez dos o quizá tres antes del día en que mi madre, después de haber salido por la mañanita al poblado más cercano, regresó por la tarde muy contenta. El motivo: había recibido carta de papá en la que nos mandaba sus saludos e indicaciones. En el mismo sobre, entre la hoja doblada de su manuscrito, venía un Money order. No recuerdo el monto, si es que me enteré. Sin embargo por su estatus legal decía que le pagaban muy mal. Entre ciento cincuenta y doscientos dólares enviaba cada vez.
El documento era cambiado por la dueña de la tienda más grande e importante de la comarca. Por lo que en ese mismo lugar, quienes recibían remesas del vecino país del norte se surtían de los víveres necesarios
Desconozco la distribución precisa que mamá hizo de ese dinero y el que a partir de entonces recibió. De lo que sí estoy seguro es que una parte la utilizaba, acatando las instrucciones de papá, para comprar madejas de alambre de púas. Coloquialmente les llamaban biznagas. Quizá por la forma esferoide y las púas.
Cada vez que llegaba dinero enviado por mi padre, mi abuelo compraba en el pueblo, varias madejas de alambre y las grapas para fijarlo a los postes de madera, en ese entonces, abundante en sus potreros
Con este material cercaron una extensión enorme de potrero. Recuerdo que mi hermano menor y yo salíamos de casa tempranito, casi junto con el sol y nunca llegamos a rodear totalmente el terreno en un solo día.
Ya que hablo de mi hermano, debo mencionar que haber emigrado al rancho no fue obstáculo para seguir estudiando.
Mi mamá nos inscribió (mi hermano empezaba mientras yo reanudaba el segundo grado), en la escuela más cercana. La distancia era (y sigue siendo) de más o menos diez o doce kilómetros. Hacíamos una hora y media de camino entre la escuela y la casa, caminando por una vereda entre los cerros.
Nuestro segundo hogar era un pequeño salón donde tres o cuatro decenas de niños de distintas edades, algunos inclusive mucho mayores que mi hermano y yo, convivíamos y aprendíamos de la mano de un preceptor. Sí, solo un maestro era el guía de al menos treinta discípulos, los cuales cursábamos los diferentes grados de la instrucción primaria.
La ausencia de mi padre, la distancia entre la escuela y la casa y el hacinamiento de alumnos provocaron en mi hermano y yo el desinterés por la escuela, mientras lo atractivo del paisaje estimuló nuestra inquietud infantil. De tal manera que un día por ir deleitándonos con el panorama y entreteniéndonos en corretear ardillas, víboras y trepando a los árboles se nos hizo tarde teniendo como consecuencia que no llegáramos a la escuela.
Desafortunadamente nos gustó tanto que a la primera inasistencia se siguió otra y otra… El maestro ni tardo ni perezoso, en la primera oportunidad le envió un recado por escrito a nuestra madre citándola a fin de aclarar por qué habíamos faltado tantos días.
Temerosos de la reacción de mamá, acordamos hacer pedacitos el recado y ya no faltar a la escuela mientras se le olvidaba al maestro nuestra indisciplina.
Así lo hicimos. Llegamos a casa y aún no nos deshacíamos del objeto incómodo por lo que fuimos a la huerta de la casa, cortamos en trocitos el papel y sin mayor cuidado, ahí los tiramos. Pronto mi mamá los encontró, reconstruyó el recado, lo leyó y nos propinó una tunda con una vara de membrillo silvestre, una vara tan correosa que sólo pajuelea o chicotea sin romperse al golpe. ¡Y cómo duele, eh!
No volvimos a faltar a la escuela. En mi caso no me quedaron ganas de irme de pinta en ninguno de los niveles posteriores. Concluí el nivel básico (primaria y secundaria) sin faltar una sola ocasión por el gusto de hacerlo.
La ausencia de papá hizo que mamá adoptara su rol. Siempre nos hizo hincapié, al igual que el abuelo, sobre la importancia de ser responsables. De tal suerte que nos convertimos en los encargados de realizar algunas actividades… “en los hombres de la casa” dijeron, algunas hasta cierto punto un poco inadecuadas para nuestra edad.
Mi madre, además de estar al pendiente del hogar, debía cuidar a una de mis hermanas que tenía epilepsia. Era frecuente que saliera en busca de auxilio con las personas mayores de las casas cercanas, ya que la chiquilla convulsionaba muy seguido. A veces íbamos mi hermano o yo. ¡Admiro a mi madre! ¡Qué difícil es cumplir los papeles de madre y padre a la vez! Pienso que lo hizo correctamente.
Cuando no íbamos a la escuela -bueno, los días de asueto-,  nuestras labores de apoyo eran ir por leña al monte, salir de mañanita a “raspar” los magueyes, llevarles de comer a los peones que construían la cerca de alambre en el potrero que mencioné; ir por agua al arroyo o al pozo; así como pastorear el ganado en su mayoría compuesto por reses. Recoger los huevos de los gallineros y dar de comer a las aves y cerdos.
En tiempos de siembra le ayudábamos al abuelo en todo el proceso. Desde preparar la tierra hasta recoger la cosecha. Algunas cosas las hacíamos con más gusto qué otras, pero a fin de cuentas esto de alguna manera nos forjó el carácter y formó nuestra personalidad junto con las experiencias tenidas en la ciudad.
Por ejemplo, ir por leña significaba salir a recoger trozos de madera secos caídos de los árboles o treparnos para arrancar las ramas secas de los mismos. Sin duda lo divertido era competir entre mi hermano y yo para demostrarnos quién era más hábil subiendo por las ramas a mayor velocidad y llegar más alto, así como quién era más fuerte al arrancar los “brazos” secos de los árboles.
“Raspar” los magueyes, consistía en levantarnos tempranito para ir a sacar el aguamiel de los cactus y con una “raspa” quitar la parte de encima para que siguiera brotando el dulce líquido, y regresar por la tarde a recoger. Es decir, esto lo hacíamos dos veces al día. Lo desagradable de esta actividad era que rozábamos con el maguey nuestra piel en su parte más sencilla, después traíamos mucha comezón en la parte “afectada”. Producía un efecto parecido al que efectúa la ortiguilla. La sustancia líquida de las hojas de maguey se le llama guishe, y cuando uno andaba con la sensación de picor en la piel o la lengua por los efectos del contacto con la savia, se decía que andaba “enguishado”.
Sin duda, lo más divertido era ayudar al abuelo en el barbechado de la tierra. Cuando comenzaba a prepararse el terreno para realizar la siembra, le ayudábamos a escardar. Es decir, con el arado levantábamos la tierra haciendo surcos para sacar los troncones (troncos secos del maíz de la siembra anterior) y deshacer las partes duras de la tierra. Después de esto venía el “arrastre” para deshacer los terrones levantados y emparejar con una rastra (una herramienta de labranza consistente en un polín acostado que era jalado por la yunta). Apoyar a mi abuelo a uncir  la yunta de bueyes, también nos gustaba mucho.
Esto no sólo lo hacíamos en el solar donde vivíamos y en nuestro hogar. Mamá nos mandaba a hacer lo mismo a la casa de los abuelos. “Para que no estén de ociosos”- nos señalaba.
De esta forma transcurrieron casi tres años. Mi padre trabajando en Estados Unidos, “de sol a sol”- decía él, mandaba a partir de la primera ocasión, cada dos meses una remesa que servía como he dicho insistentemente, para comprar las biznagas de alambre y pagar a los peones que hacían el trabajo de cercar el potrero, entre otras cosas.
Como al año y medio, mi padre vino a visitarnos. Nos dio mucho gusto. Traía ideas para obtener otros productos de la tierra y algunos obsequios para sus hijos. De Estados Unidos trajo una bomba de agua que funcionaba con gasolina. Trajo semillas de hortalizas. “Construimos” (lo entrecomillo por aquello de que a nuestra edad, realmente fue muy poco lo que hicimos) cerca de la casa, un terraplén sobre la ladera como a diez metros del arroyo. En esa plataforma sembramos las hortalizas. La bomba fue para subir el agua del arroyo y regar las siembras.
Los productos obtenidos de la cría de animales o del cultivo (huevos de gallina, queso y parte de la siembra) se intercambiaban con los vecinos o en la tienda del rancho por otras cosas, entre las que se incluían algunas verduras.
Menciono ahora esto, porque a partir de los nuevos cultivos  y hasta que vivimos en el rancho, la gente de las casas cercanas y nosotros, ahora teníamos verduras frescas, ya que sembramos chiles, jitomate, calabacitas, cebolla y cilantro, las cuales mejoraron un poco la economía de nuestro hogar y la alimentación, desde luego, de nuestros vecinos y la propia.
Mi padre retornó “al norte” después de dos o tres meses. Sin embargo ahora estábamos en condiciones menos precarias. Es más, me atrevo a decir que vivimos mucho mejor en el rancho comparado a como estábamos subsistiendo en la anterior casa de tabique con láminas de cartón, de la ciudad.
Desde la primera vez que se fue, siempre supimos de él porque escribía seguido. A veces mandaba dinero, otras no, pero daba gusto enterarnos que le estaba “yendo bien” porque nos mencionaba en sus cartas. Le pedía a mamá que nos saludara. Nos mandaba abrazos y el aliciente para que lucháramos, que trabajáramos. “Pórtense bien”- recomendaba con mucho cariño.
De este modo pasaron como quince meses antes que volviera. Eran los últimos días del  año 1975 cuando llegó a la casa.
Esta vez de los labios de mamá brotó la expresión “Nos vamos a la ciudad”.
El periodo escolar estaba muy avanzado. Nosotros, mi hermano y yo lo perderíamos el curso nuevamente. La decisión de nuestros padres ya estaba tomada. Así que al otro día salimos con algunas pertenencias hacia la ciudad, a nuestra antigua casa de tabique y cartón, cercada con piedras sobrepuestas.
Volvíamos a donde para tener tortillas había qué ir a la tienda a comprar el maíz para el nixtamal y llevarlo a moler  a más de un kilómetro de distancia. A dónde para tener agua, debíamos esperar que llegara la pipa y para eso a veces pasaban hasta ocho días y además se pagaba. -Cinco pesos el tambo de doscientos litros, en aquel entonces (1976).
Mi madre retomó el uso del petróleo en lugar de la leña para cocinar. Ya no teníamos víveres siempre. Estaba la tienda cerca y se adquirían conforme se fueran usando… o se tuviera dinero. La tarea de recoger los huevos del gallinero desapareció, aunque en esto mi madre aprendió la crianza de pollos y gallinas así como el cultivo de hortalizas, por lo que a los pocos meses teníamos nuestros propios bastimentos.
Beber leche o comer queso, ya no fue tan cotidiano. Ahora sólo si íbamos al centro lo compraríamos y  deberíamos consumirlos de inmediato, porque saliendo del enfriador empezaban a descomponerse. No se podía hacer siquiera jocoque de la leche, para que durara un poco más.
Nuestros juegos cambiaron de escenario. Las calles que se habían formado durante nuestra ausencia y los vecinos que iban llegando poco a poco, fueron los nuevos elementos de otra etapa y otro tipo de diversiones.
Papá busco trabajo de inmediato. Lo consiguió como responsable y dependiente de un local en la Terminal de autobuses. Su habilidad para matemáticas básicas, le sirvió de mucho.
Pienso que mis papás algo habían ahorrado de lo ganado en Estados Unidos, ya que mi padre hizo algunas mejoras al cuarto donde vivíamos, además de construir una rústica cocina al lado con láminas de cartón y madera. El humo de la estufa desapareció del lugar donde dormíamos. Puso una parte de piso de cemento en el cuarto y colocó una mejor puerta. Más segura y resistente.
El trabajo de mi padre no ayudaba lo suficiente, por lo que se dio a la tarea de buscar otro. Así que a partir de que lo consiguió, hizo un doble esfuerzo, ya que salía de un empleo para trasladarse al otro.
El cuartucho se fue transformando poco a poco en un hogar más decoroso y digno al agregarse otras habitaciones mejor construidas. Un muro de tabique blanco suplió la cerca de piedras. Los servicios llegaban poco a poco, empezando por el de energía eléctrica. Pronto una estufa de gas llegó a ocupar el lugar de la de petróleo. La familia fue creciendo hasta ser cuatro niñas y cuatro varones.
De esta forma trabajó durante ocho o nueve años hasta que se cansó de esa rutina, por lo que dejó uno de sus empleos.
Desde luego que la falta de un ingreso y el incremento de la familia (en este periodo nacieron cuatro hermanos más), empezó a provocar serios problemas económicos que se extendieron a la relación conyugal.
Ante esta situación, dos años más tarde mi padre decidió retomar el viejo camino por él conocido hacia Estados Unidos de Norteamérica.
Mi padre nos avisó “que tendría qué salir pa’l otro lado en busca de otra oportunidad.” Nos recomendó que nos portáramos bien. Que obedeciéramos a mi madre durante su ausencia.
Unos días después el jefe de la casa salía con una maleta conteniendo apenas lo indispensable: Si acaso una muda de ropa y el consabido pinole con su dotación de agua. Llevar más que lo mencionado implicaría un estorbo para él, pues como lo había hecho casi doce años atrás, se iría de mojado. Ahora con un poco más de dificultades para cruzar el Río Bravo, ya que el gobierno norteamericano había endurecido sus estrategias para evitar el ingreso de ilegales por el lado mexicano, ante el incremento desmesurado de los mismos. La frontera mexicana del norte no solo es utilizada por los mexicanos que persiguen el “sueño americano”. Centro y sudamericanos en gran cantidad, atraviesan México de sur a norte para internarse en el suelo estadounidense. Ocasionalmente también lo hace gente de otros continentes.
Esta vez corrió con mejor suerte al estar de aquel lado del río. Pocos días después de llegar, se encontró con un contratista que de inmediato le ofreció trabajo y la posibilidad de cambiar su status legal. Esto último representaba la oportunidad de lograr una residencia permanente en el país gringo y con ello, la ventaja de obtener un empleo mejor pagado, o por lo menos lograr trabajo sin tantas trabas. Sabido es que los trabajadores ilegales, son más explotados que los residentes o aun con permiso para laborar en territorio norteamericano.
Aceptó la propuesta y a los cinco años ya era residente. Buscando mejores oportunidades, llegó hasta Nebraska uno de los estados fronterizos con Canadá, concretamente a Omaha. Ahí se estableció. Adquirió una casa que aún está pagando con muchos sacrificios, pero que espera pronto liquidar.
Su estado legal le permitió también lograr mayores ingresos económicos. Estos han repercutido favorablemente en su desarrollo. La solvencia adquirida hace que en México adquiera algunas propiedades, terrenos sobre todo.
A partir de entonces, la economía de la casa mejoró considerablemente. Con el dinero que mi padre enviaba seguimos estudiando sin mayores contratiempos. Nuestra alimentación mejoró sustancialmente. A la casa se le hicieron las adaptaciones necesarias para una mejor convivencia. El hacinamiento y promiscuidad se terminó. Las niñas tenían su propio espacio. Los varones, el suyo.
Muchos cambios se han dado en el mundo de forma acelerada. En casa sucedió lo mismo. La televisión a colores sustituyó a la de blanco y negro. Una lavadora  vino a apoyar el rudo trabajo de mamá. Las puertas metálicas con vidrios daban una mejor vista a la casa que las rústicas puertas de madera.
Durante ese tiempo, las llamadas por teléfono prestado por algún familiar o conocido sustituyeron a las cartas. Diez años después, el servicio llegó a casa y facilitó la comunicación entre mi padre y mi madre. Con los hijos, papá hablaba solo si lo consideraba indispensable.
Con el dinero que enviaba también nos dimos a la tarea de poner un pequeño negocio de compra-venta de calzado del cual me hice responsable. En este sentido, me encargué de instalarlo, adaptar el local dentro de la misma casa, surtir de mercancía buscando en las ciudades cercanas a los proveedores.
Tuvimos camionetas que compraba en “el otro lado”. Cuando traía una más, vendía la anterior. Nos tocó comenzar con los procesos de regularización de vehículos extranjeros por parte del gobierno mexicano. Así se fue haciendo, como escribí antes, de algunas propiedades. Compró terreno y nos regaló a cada uno de los varones una fracción. A las chicas las apoyaba con dinero para que construyeran en el terreno adquirido por sus respectivos esposos.
Las permanentes circunstancias económicas del país dan al traste con lo obtenido. Algunos de nosotros con compromisos como mantener una familia, hemos tenido qué vender los bienes para poder sobrellevar la difícil situación económica que ha impactado en diversos periodos.
Pese a ello, confiando y amando esta tierra, mi padre ha invertido y cuenta con un pequeño capital que aunque sea de manera muy austera, le permite sobrevivir en su país después de más de veinte años de haber dejado su esfuerzo y gran parte de vitalidad “allende el Río Bravo”. Inclusive ya está jubilado.
 Con su situación legalizada en el país del norte, hoy día puede entrar y salir a la hora que quiera. Esto mismo lo extendió a su esposa (mi madre) y a los hijos menores de edad, ya que algunos no alcanzamos a “aplicar”, es decir, no le aceptaron la solicitud de los mayores de veintiún años.
Sólo cinco de mis hermanos reunían el requisito de la edad para poder “aplicar”. De ellos, dos no quisieron. Una hermana no ha podido concluir el trámite y menos podrá porque ya se casó y uno de los requisitos es estar soltero. Otro tiene doce años en “el Norte”. Venía una vez al año. Una de esas ocasiones tuvo novia aquí y se casó. Enseguida volvió a Estados Unidos a trabajar y “hacer algo”. Diez años después se llevó a su esposa y sus tres hijos, los cuales procreó durante las ocasiones que venía a México.
 Mi hermana menor, tiene veintidós años, hace apenas un año y medio que terminó su proceso de regularización, mismo tiempo de radicar en Omaha, Nebraska y por consecuencia, distanciada de nosotros. Dice que está trabajando bien e inclusive estudiando. Hace poco se casó con un emigrante oriundo de Jalisco y tienen una bebé.
 Todos ellos, igual que mi madre, tienen la oportunidad de entrar y salir de Estados Unidos de Norteamérica, sin enfrentarse al problema de transgredir las fronteras y convertirse en perseguidos del Estado gringo ni los peligros que representan primeramente el cruce del Río Grande o Bravo; enseguida el candente desierto de Arizona o los montes y montañas más allá del río con todo y sus alimañas igual que el desierto; y finalmente la persecución de los oficiales de migración norteamericanos. Sin contar las situaciones naturales como el hambre y las condiciones climáticas.
Los movimientos migratorios han provocado que yo viva una serie de experiencias que han impactado en mi existencia. Han sido causa de cambios, unas veces favorables, otras no tanto.
Hoy, gracias a los esfuerzos de mi padre he cumplido algunos de mis sueños. Alguna vez quise ingresar a los Estados Unidos para laborar durante un tiempo. Intenté hacerlo como turista, ya que tenía pasaporte y visa. Sin embargo en la oficina de migración norteamericana, concretamente en Laredo, Texas, me atendió un oficial de origen latinoamericano (de apellido Hinojosa, lo recuerdo perfectamente), quien me puso una serie de trabas a pesar que un compañero suyo dijo que todo estaba en orden y podía pasar sin mayor problema. Parece que “el pocho” adivinó mis intenciones de pasar y quedarme a trabajar.
En este sentido, la gran mayoría de mexicanos que han estado de ilegales en la Unión Americana coinciden en describir la actitud egoísta de los mismos paisanos y de los latinos radicados allá. Recalcan que es más fácil encontrarse con un oficial de migración o ciudadanos norteamericanos accesibles, tolerantes y hasta agradables, que un “paisa” solidario.
Ante las circunstancias vividas en mi intento por llegar a Omaha, Nebraska, desistí de mi acción, regresando de inmediato a  mi Querétaro lindo, la ciudad donde vivo, para continuar atendiendo nuestro negocio y abrir uno más, así como para reanudar mi preparación académica hasta terminar una carrera profesional en la Universidad.
El periodo más largo que vivió mi padre en USA fue de casi veintidós años. Solamente venía una vez al año. Se quedaba, cuando mucho, un mes en la ciudad y se regresaba. Digo en la ciudad porque difícilmente estaba en la casa. Generalmente se salía muy temprano y regresaba por la noche. Al parecer la costumbre de no estar con su familia y el natural crecimiento de los hijos hizo crecer también la brecha de la comunicación y la convivencia. Nunca nos avisaba cuándo llegaría ni cuándo se volvería a ir.
Hace casi dos años, al jubilarse, determinó que ya estaba cansado de trabajar y viajar constantemente. Desde entonces, solo va a su casa de Omaha en caso necesario.
Por cierto, en esa casa casi siempre tenía algunos paisanos hospedados. Algunos están en el país con ‘papeles arreglados’, otros son ilegales. Los apoya porque se refleja a sí mismo y recuerda las dificultades vividas en un país extraño, buscando un techo donde dormir, un mendrugo de pan que mitigara su hambre, sin conocidos con quienes entablar comunicación a causa de la barrera del idioma.
Por algún tiempo vivían ahí. Inclusive por años, según he escuchado. Unos salen de esta casa porque están logrando el objetivo que los llevó a abandonar su país, su gente. Otros, de plano se regresan a su patria como llegaron: con una mano adelante y otra atrás. Contados son aquellos que en pocos meses obtienen un empleo bien remunerado y por ende comienzan su independencia total, presos en un país que, mal que bien, les da las oportunidades carentes en el suyo.
Papá vuelve por fin a su hogar en México, para quedarse por algunos meses más de lo que acostumbraba. Convivir con él no es igual que como lo hacen los hijos adolescentes con los padres en condiciones normales. Es difícil recuperar el tiempo perdido. Sin embargo, algunos hacemos el esfuerzo por reactivar ese sentimiento de cariño escondido. Queremos disfrutar de nuestro padre aunque sea un poco.
¿En qué trabajó allá? ¿Cómo le fue o qué sentía al estar lejos de su familia? No lo sé bien. Poco nos platicó sobre sus labores y menos de su estado de ánimo o sus sentimientos. A grandes rasgos me enteré que sus labores estuvieron ligadas a los invernaderos o viveros. Casi siempre hablaba de una “nursería”  (nursery), de transportar o plantar árboles.
Los que quizá sepan algo al respecto son mis hermanos menores. Los tres varones se fueron para allá. Dos a la aventura, con apoyo de mi padre cruzaron “de mojados”. Solamente el más chico, “con todas las de la ley”.
Sin duda, la migración ha estado ligada a mi vida permanentemente desde la infancia. Comenzando por mis padres, quienes dejaron a sus respectivos progenitores para consumar su vida en pareja en una ciudad muy distante de sus lugares de origen. Nacen los hijos. Después, llevarnos al rancho.  Posteriormente regresar a la ciudad.
De igual forma, he visto cómo muchos conocidos experimentan el fenómeno migratorio. Varias familias se han desintegrado. Cuando el padre regresa los hijos ya han crecido y formado sus propias vidas y su carácter personal. Reniegan abiertamente de su progenitor, al no haber contado con él cuando durante la adolescencia lo necesitaban. Lo rechazan, inclusive muestran un odio irascible contra él. Los jefes de casa al irse al “Norte”, como maridos se alejan poco a poco de la esposa, como padres se distancian de los hijos. Inclusive comienzan otra relación de pareja en el extranjero. Llegan a tener hijos nacidos en Norteamérica.
 Los primeros meses llaman por teléfono o giran Money Order’s (ya no hay cartas de por medio). La globalización ahora permite comunicarse prácticamente a cualquier parte del mundo, sea por teléfono celular o Internet, así como realizar transferencias de dinero de forma rápida.
Pasan uno… dos años y paulatinamente se van distanciando las llamadas, los envíos de dinero. Lo que alguna vez fue una promesa de regresar y continuar la vida familiar, se va olvidando poco a poco. Efectos del tiempo y la distancia…
Aún veo los desplazamientos de mujeres y varones que salen en busca del llamado “sueño americano”. Algunos son mis vecinos. Otros vienen de lejanas tierras huyendo de la situación social, económica y hasta política.
Cientos de mexicanos y de centroamericanos transitan por las calles de esta ciudad solicitando apoyo para continuar su camino. Desaseados, maltratados y hambrientos, bajan de los vagones del tren de carga que cruza por la ciudad en los cuales viajan peligrosamente, en busca de “un taco” o un vaso de agua. A veces reciben unas monedas, otras ocasiones, almas caritativas preparan “lonches” y alguna ropa para obsequiarles.
La emigración debería ser para mejorar las condiciones de vida de la familia del emigrado. Desafortunadamente pocas veces se cumple este sueño de todos los implicados. En el mejor de los casos, la gran mayoría sigue abajo, aunque no peor que si el jefe de familia se quedase sin hacer algo. Pero muchos, más de los que nos pudiésemos imaginar, experimentan los más terribles dramas que incluyen la pérdida de aquél que salió en busca de un sueño, más nunca regresó.
Por lo general estas situaciones han afectado principalmente a la mujer, quien se queda a la espera de los soñados dólares, aunque últimamente buscan la forma de unirse en la aventura por un mejor modo de vida.
Algunas mujeres buscan rehacer su vida con otra pareja no sin grandes problemas como el de ser estigmatizadas y hasta repudiadas por su entorno social, pues se les considera ingratas, infieles por no saber esperar. Otras simplemente se decepcionan de los hombres y desaparecen, se van con los hijos, si los hay, donde nadie las conozca, donde no la encuentre el marido ausente en caso de regresar. Otras hacen caso a su corazón, o a la sociedad, y siguen esperando.

¿Emigraré alguna vez en busca de mejores oportunidades al “Otro lado”? No lo sé. Aunque no quiero, debo aceptar que en mi país la situación está poniéndose cada día más difícil, y cuando las circunstancias lo exigen lo peor es quedarse inmóvil en lugar de asirse a las alternativas existentes.

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