jueves, 22 de octubre de 2015

Doña Concha, la bestia y los indocumentados


Texto: José Guadalupe Arvizu Olalde
Primera visita a doña Concha realizada por Cecilia Tello Zúñiga y el autor.

Es el mediodía. El vientecillo fresco que caracteriza esta época del año contrasta con el picante sol que dejaba caer sus rayos inmisericorde sobre el altiplano que conforma el valle de tres municipios queretanos: San Juan del Río. Pedro Escobedo y Querétaro.
Llegamos a la comunidad Epigmenio González, geográficamente situado en Pedro Escobedo.  La población es conocida por los habitantes como El Ahorcado.
Preguntando por aquí a una señora que va acompañada de un menor y por allá a un anciano de caminar lerdo, nos enteramos dónde podríamos encontrar a la señora que nos motivó a visitar ese poblado que destacó en las noticias, incluso a nivel nacional e internacional, por varios meses: María Concepción Moreno Arteaga, doña Concha.
Cecy, mi esposa, se interesó en saber de ella cuando le comenté de quien se trataba. Quiso verla personalmente y saber si podría ayudarle en algo para su causa, por eso me ofrecí a llevarla a ese lugar: El Ahorcado.
Ella y yo somos hijos y familiares de inmigrantes. Cuando soltero, el papá de Cecy se fue por algunos meses a la Unión Americana para probar fortuna. Ahorró un poco de dinero que le sirvieron para invertir en algunas vacas al regresarse. Poco después casó y se estabilizó en la comunidad donde ha vivido toda su existencia. Ella, sus hermanas y hermanos también son migrantes. Dos varones salieron hacia el país del Norte y aun no regresan después de muchos años. Las mujeres y un varón residen en el Estado de México desde muy chicas, casi adolescentes. La mayoría de sus congéneres piensa en no volver al rancho.
Con mi padre ha sido diferente. Él comenzó a irse en busca del “american dream” desde que yo tenía siete años. En cuatro décadas ha vuelto por algunos periodos cortos, el más largo fue por doce años y los demás no fueron mayor a dos meses. Ahora no tiene para cuándo volver, ya no a la tierra donde nació, sino siquiera a esta patria mexicana; mucho menos cuando ya ha obtenido la ciudadanía norteamericana, convenció a mi madre de hacerlo también y se ha llevado cuatro hijos tras él. Casi todos ya se acostumbraron al “american way of life”, solo dos de mis hermanos volvieron para quedarse.
Quizá por lo anterior, sentimos la necesidad de conocer a doña Concha. Pero sobre todo porque nos enteramos que  ayuda a hombres y mujeres que vienen del sureste de México y de Centroamérica escapando de la miseria en que se encuentran para ir en busca de un trabajo bien remunerado con el cual dar un mejor nivel de vida a sus familias que se quedan en su lugar de origen, pero que ahora están en la misma situación que estuvieron nuestros padres y hermanos cuando decidieron irse al Norte como casi todos lo hacen… de mojados, de ilegales, a la buena de Dios.
Por fin, llegamos a donde nos habían indicado nuestros informantes espontáneos.
Frente al extenso solar limitado por malla de alambre que circunda la escuela Telesecundaria “Ángela Peralta” donde juegan los alumnos durante el receso, separadas por la calle Vicente Guerrero, se asientan las humildes viviendas en las cuales residen doña Concha, algunos familiares y vecinos.
Toqué en una puerta fabricada con madera de desecho, en tanto Cecy aguardaba en el vehículo que fuimos a la comunidad.
Me indicaron que la señora que buscábamos vivía al lado, ingresando por un angosto andador de tierra, “al fondo estaba una puerta de madera que es la entrada a su terreno”, precisaban.
Me dirigí hacia el punto indicado pero antes de entrar al pasillo un hombre joven, treinta y tres años a lo más, a quien le pregunté por la señora Concepción volteó hacia el andador y me dijo: Sí, ella es. Aquí la buscan. – agregó dirigiéndose a la mujer. Más tarde doña Concha comentó que es su hijo.
Mujer madura (dijo tener cincuenta y cuatro años) de complexión mediana; carirredonda con pelo corto prácticamente blanco por las canas; facciones ajadas por el tiempo con ojos de mirar melancólico, triste. Su caminar es lento porque está perdiendo la vista muy rápidamente “por causa del azúcar”, puntualiza.
Le saludé y llamé a Cecy para presentarnos y seguidamente explicarle el motivo de nuestro interés por conocerle. Inmediatamente nos invitó a pasar, a lo que nos disculpamos diciéndole que por esta vez preferíamos que la conversación fuese en la calle, ya que sería muy breve nuestra visita.
Sin tantos rodeos nos dijo que está muy decepcionada de la aplicación de la justicia.
-          Oiga, que ya no podemos dar ni siquiera un taco para ayudar a esa pobre gente, a mis muchachos, porque yo les digo mis muchachos. Fíjese nomás que por eso me llevaron presa.
-          ¿Cómo fue que comenzó a hacerlo, doña Concha? -pregunté.
-          Es que una vez empezaron a llegar unos muchachos sucios, lastimados que decían que venían de por ái de Honduras o de Guatemala, pidiendo algo para comer. Los vi tan mal que les preparé un taquito sencillo, pero que les ayudara algo. Y así me propuse que cuando fuera necesario aunque nomás sea una taza de café pero algo había qué darles, para que les caiga algo al estómago después de tantos días sin comer y que vienen sufriendo por el camino con la gente, los policías…
-          Le comento a mi esposa que usted estuvo presa…
-          Sí, fíjese nomás. Estuve dos años y medio.
-          ¿Y por qué? –pregunta Cecy.
-          Me acusaban de pollera. Yo qué pollera voy a ser, si nomás les doy un taco. Le decía al juez ‘Ándele, vaya a ver mi casa. Yo creo que los polleros viven en casas más buenas. Yo apenas tengo donde dormir’… En aquel entonces yo nomás tenía mi chocita de láminas de cartón; ya después que salí de la cárcel el presidente municipal me mandó hacer un cuartito de tabique.
Pues no, el juez hasta me dijo que le estaba faltando al respeto y le contesté: más me lo falta usted a mí, porque me achaca cosas que no tienen nada qué ver conmigo. Lo que hago es darles de comer a mis muchachos. A veces no tengo ni para mí, pero algo les ha de servir lo poquito que les doy. Usted qué, ni un peso ha de soltar ni para su familia aunque gane harto dinero.
-          Él no le creyó… -observé.
Pero como si no me escuchara doña Concha continuó:
-          Y se lo repetí al juez; he de salir y voy a seguir dándoles lo que pueda mientras Dios me deje vivir, porque un vaso de agua y un taco no se le debe negar a nadie.
-          ¿Y recibe ayuda de sus vecinos? –Le preguntó Cecy.
-          ¡Hay señito! De nadie. ‘Ora ya los de aquí no quieren ni meter las manos después de lo que me pasó. Eso sí, cuando llegan a sus casas luego luego me los mandan para acá “Vayan con doña Concha. Ella los ayuda”, les dicen. Pero nadie me manda un kilo de arroz o unas tortillas para darles de comer. Yo veo como le hago, pero busco por aquí o por allá y ya les hago un café. Hay veces que una señora por ái me manda algo de comida que le sobra; “Tenga para sus muchachos”, pero de ái en fuera, nadie más.
-          Dice que a veces llegan lastimados, heridos…
-          Sí. Dicen que les pegaron los demás que vienen en el tren o la gente por ái en el camino, o  que se cayeron del tren. No falta. Lo bueno que la enfermera de aquí del centro de salud, no me cobra. Me los pasa con la doctora y ya le dice qué es lo que les debe de hacer. Que una curación o que unas costuras. Fíjese, una vez a un muchacho que venía con una herida en la pierna, así, (señala en forma vertical sobre la suya) le puso casi cuarenta puntadas, y no me cobró ni un centavo.
Antes que me llevaran presa se acostumbró un muchachito, creo que era salvadoreño, y aquí se quedó conmigo mucho tiempo. Pero nomás que tenía cáncer. Lo llevé al doctor. Fuimos al hospital y le conseguí tratamiento porque les dije que era mi sobrino. Por aquí pedía con los vecinos para comprarle sus medicinas. Lo llevaba a las, las estas… terapias…
-          Quimioterapias. –intervengo-.
-          Sí, a las quimioterapias. Y ya empezaba a recuperarse cuando que viene la policía…
-          Fue cuando la detuvieron…-le interrumpí.
-          Sí. Llegaron varios policías y con las pistolas en la mano me gritaban con puras maldiciones y  preguntando que dónde estaban los demás y me acusaron de pollera.
-          Cuando estaba allá que le digo al juez. No señor, yo no soy pollera. Nomás cumplo con darle un taco a mi prójimo que lo necesita. ‘Ora usted cree que si yo me dedicara a lo que dice, estaría viviendo en esa choza. Tendría casas buenas.
-          ¿Y qué pasó con el muchacho que estaba enfermo? –Cuestionó Cecy.
-          Se murió, –responde apesarada-. Yo creo que fue por la falta de medicinas. Como a los cuatro meses que yo estaba en el penal me avisaron que ya se había muerto. A ver nomás. Esos hombres que quedan por acá y su familia ni enterada de si viven o si están bien o enfermos.
-          ¿También vienen mujeres, doña Concha? –Preguntó Cecy.
-          Sí. Vienen más hombres, pero también llegan a venir muchachitas. A lo mejor vienen más, pero no todos llegan hasta acá. Les da miedo que los vaya a agarrar la migra y entonces sí, de nada valió tanto sufrimiento. Es que unos se quedan por allá, por las vías, y otros se vienen o los mandan a buscar qué comer o a pedir dinero para seguir el camino.
Si tengo yo los invito a tomarse un café o me piden permiso de bañarse y si se quieren quedar, pos aunque sea en el suelo de la cocina o en el patio.
-          ¿Qué es lo que más le falta para apoyar a estas personas que andan tan lejos de su tierra y buscan algo mejor para su gente? –le preguntamos.
-          Frijol, arroz, sopas, café. Jabón, porque a veces ni jabón tengo para que se bañen o laven su ropa.
Amargamente se queja de la condición humana cuando dice que quienes se comprometían a ayudarla, nunca lo hicieron.
-          Fíjese, el licenciado Vicente Rayas Gómez le pidió diez mil pesos a mi familia para ayudarme a salir. Mi familia pidió prestado, juntó dinero con los vecinos y se lo dieron y ya no volvimos a saber de él.
O también para exhibir la insensibilidad e indiferencia:
-          Cuando estaba presa, mis hijos me avisaron que una vez el tren le cortó una pierna a un centroamericano y que había mucha gente de aquí alrededor del muchacho y nadie lo quiso ayudar. Que decían que no, porque no querían que les pasara lo mismo que a mí.
También está agradecida con aquellas personas que la apoyan para recuperar la vista.
-          Santiago a veces viene por mí, a veces Agustín para llevarme con el doctor que me va a curar. Dicen que la operación de los dos ojos va a salir en ochenta mil pesos. Ojalá y pueda volver a ver, aunque sea tantito.
Nos platicaba otras vivencias más que ha tenido en su loable labor, pero interrumpimos la conversación para despedirnos con el ofrecimiento de regresar otro día.
Los diez minutos que traíamos destinados para entrar en contacto con esta samaritana, se prolongaron hasta casi una hora.

Nos despedimos, no sin antes asegurarle que muy volveríamos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario