El
origen, la raíz
Nicandro Patricio Castillo Gómez, músico y
compositor nacido en Xochiatipan, Estado de Hidalgo y
conocido artísticamente como Nicandro Castillo, aduce en su famoso huapango
“Las Tres Huastecas” que “Para hablar de
la Huasteca, hay que haber nacido allá”. Quizá el celo natural pero sobre todo el inherente
apego y cariño por su región para evitar que gente extraña manifieste una
opinión negativa de esta hermosa parte de nuestro país, determinan esta postura
en “Tisho” (como cariñosamente le llamaban sus familiares y amigos cercanos en
referencia a su segundo nombre: Patricio). O tal vez don Nicandro sentía que solo
a los nacidos en la pluricultural zona huasteca se les puede permitir
expresarse de su tierra como mejor les parezca.
Cualquiera que haya sido el motivo que lo inspirara
para mostrar su postura, cuesta trabajo pensar lo que diría don Nicandro al
enterarse de mi osadía para hablar sobre esta región sin ser oriundo de ella.
La respuesta es breve y concisa: la
magia de la Huasteca hechiza desde el primer momento. Tras visitar y
transitar varias veces los caminos de la huasteca es difícil sustraerse a opinar sobre ella, por lo cual nació en mí el deseo de expresar
la percepción que tengo. Con el presente trabajo espero, y es mi deseo,
sembrar la misma curiosidad en quienes no la conocen, para que a partir de lo
que leerán, la visiten.
El origen del cual se siente orgulloso Castillo Gómez,
también lo inspiró para darnos una breve pero sugestiva semblanza,
inmediatamente después del verso con que empezamos esta narración: “saborear la carne seca con traguitos de
mezcal. Fumar cigarrillo de hoja, prenderlo con pedernal, aquél que mejor lo
moja, más sabroso fumará”.
Así es. El paladar se excita al oír el
menú huasteco, los manjares regionales como el
plato huasteco (cecina con enchiladas verdes, frijoles refritos, pollo y
chorizo); las enchiladas huastecas
(enchiladas rojas de chile seco acompañadas de queso fresco de grano, con
cecina y frijoles) y los frijoles
huastecos (servidos con chile chipotle, aguacate y queso). Es obligado
agasajarnos con el zacahuil, un enorme tamal que llega a medir más de un metro
de largo envuelto en hojas de papatla o con unas deliciosos bocoles para
rematar con el postre: los dulces pemoles generalmente endulzados con
piloncillo.
En la misma pieza Nicandro Castillo cuestionó y
afirmó: “¿Quién sabe lo que tendrá?, el
que una vez la conoce, regresa y se queda allá”.
Son numerosas las
respuestas que cada visitante tendrá, mas coincidiremos en el encanto que tiene
esta región, la cual seduce de tal forma que quien la conoce seguramente
regresa… por lo menos para remirarla o escapar de la cotidianeidad citadina y
las presiones ocasionadas por el ritmo de vida urbano. Mas no dudo que el
interés del forastero será enfocado a buscar en lo profundo los misterios que
la hacen atrayente, por lo que es frecuente encontrar mucha gente originaria de
otras partes del país, así como extranjera residiendo en la huasteca “porque –dicen- me gustó para vivir
aquí”. Algunos ya son unos personajes destacados en la región Cuexteca, como
también se le denomina. Otros andan todavía tratando de encontrar los arcanos
que la rodean, a través de las ceremonias y rituales que prevalecen en las
creencias de los viejos indígenas y otros aspectos de la cultura regional.
Resaltar la riqueza patrimonial, tangible e
intangible, de esta como de otras regiones del mundo, es tarea de todo individuo
para intimar con nuestro entorno y en esa comunión entender lo necesarios y
hasta indispensables que somos para evitar la destrucción de nuestro planeta,
lo que al mismo tiempo nos provocará el apego hacia nuestro origen, nuestra
raíz.
Es mi orgullo ser de
la serranía
La Huasteca tiene el embrujo de hacerse adoptar por
ella, porque aunque no nací en esa hermosa tierra, sin hacer a un lado el origen
serrano, me siento tan huasteco como el que más. Además, la región Cuexteca
geográficamente está cercana a la Sierra Gorda, inclusive linda y comparte
territorio en la parte correspondiente al Estado queretano. Algunos
historiadores aseguran que la Huasteca tenía sus límites en parte de lo que
actualmente es territorio del Estado de Guanajuato.
Precisamente en un lugar de San Luis de la Paz, en
medio de la Sierra Gorda guanajuatense, se encuentran mis orígenes. De ese
bello lugar fui desterrado por mis padres, quienes decidieron trasladarse a la
capital queretana donde se ha dado mi crecimiento y desarrollo. Quienes emigran
a las grandes ciudades, es poco probable que retornen para vivir en su lugar de
origen, máxime si su destierro se dio de recién nacidos. En el mejor de los
casos volverán solamente si quedasen en su rancho o pueblo, familiares a
quienes visitar.
Circunstancialmente, durante la infancia tuve la
oportunidad de regresar al terruño que me vio nacer, ya que mi padre, siguiendo
el ejemplo de aquellos emigrantes que se van dejando tierra y familia en busca
de mejores condiciones de vida a Estados Unidos de Norteamérica, decidió partir
hacia el vecino país, de tal suerte que nos llevó a vivir al rancho durante el
tiempo que trabajó en aquellas lejanas tierras. De este modo conocí el lugar
“donde quedó enterrado mi ombligo”.
Es conveniente explicar que la frase “el lugar donde
queda enterrado el ombligo” es una expresión que surgió por la costumbre
ancestral de enterrar el cordón umbilical que une a la madre con el recién
nacido durante la gestación, el cual es cortado al nacimiento.
Aun hoy día, en algunos pueblos indígenas el
enterramiento del ombligo es un acto importante entre los rituales que se
realizan al nacimiento de los individuos. Para los nahuas de la Sierra Norte de
Puebla por ejemplo, “al enterrarse el
ombligo, parte del nuevo ser se reintegra a su fuente original, al lugar donde
pertenece”. “Al enterrar el ombligo
habrá que cubrir el sitio con una piedra grande, de preferencia cuadrada”. La asistencia de la partera-curandera a las
parturientas, forma parte de la idiosincrasia indígena a tal grado que es ella
quien inicia con una de las acciones rituales en el nacimiento de un nuevo ser:
“el levantamiento del niño”, acción que precede “el enterramiento del ombligo”.[1]
Por otro lado, circunstancialmente entre las gentes del medio rural, mestizos e
indígenas, sin ser precisamente un ritual, se producen los nacimientos
asistidos por parteras empíricas, ocasionados por la falta de médicos y
hospitales o centros de salud adecuados o cercanos.
Retomando, siete años era mi edad al volver al rancho.
Edad suficiente para darme cuenta cabal del ámbito en el que viví durante casi
tres años. Crecí, disfruté el ambiente natural sin limitaciones. Comprendí la
importancia que tiene el campo en el desarrollo de la humanidad, pues es en
este medio donde se obtienen los satisfactores más importantes del ser humano:
los alimentos, sin dejar al margen la provisión de otros recursos útiles en la
elaboración de satisfactores básicos como el vestido y las medicinas a partir
de las actividades más primitivas de la humanidad: la agricultura y la
ganadería. Es también en este entorno donde la naturaleza hace su parte vital
para la sobrevivencia de los seres vivos en general al representar el enorme
pulmón que necesita la tierra para absorber las impurezas producidas por la
industrialización de las grandes ciudades, así como la regulación de la
actividad cíclica de fenómenos climáticos como la lluvia.
Territorio heterogéneo circundado por cerros y
montañas, es este un auténtico rincón entre la Sierra Gorda de Guanajuato. Mezquites,
nopales y otras cactáceas; también huizaches y pingüicas son la flora
característica de algunas superficies semiáridas que contrastan con verdes
bosques poblados de pinos cedros, encinos y robles así como paisajes cubiertos
de arbustos y matorrales. Los pequeños poblados se asientan donde la geografía
lo permite: en los puertos o en los llanos; a unos metros de los arroyos y
ríos; así como en las mesas y puertos formados por las montañas. En muchos
casos para ganar terreno, la gente construye terraplenes en las laderas que
servirán como espacios de cultivo o donde levantarán las sencillas
edificaciones que serán su hogar. En el último caso, estos terrenos los
ocuparán casi siempre hasta el resto de sus vidas.
La comarca donde vivimos era arrullada en aquel
entonces por el suave murmullo causado por una pequeña corriente que la mayor
parte del año apenas alcanzaba a humedecer las orillas de un arroyo cuyo cauce, trescientos metros hacia abajo de nuestro hogar se unía a otro riachuelo,
formando el punto conocido por los lugareños como Las Ajuntas, precisamente por
unirse en dicho punto ambos cauces. Cuando llovía intensamente los arroyos
aumentaban su corriente.
Las condiciones en las que se vive en el medio rural
en esta parte de la Sierra Gorda si no son opulentas, al menos se tienen los
medios suficientes para sobrevivir. Antes bien, hay algunas carencias a las que
el ranchero se acostumbra o se adapta. Ante estas circunstancias, se hacen
patentes las mayores virtudes de los rancheros: la solidaridad y la
generosidad. Compartir el pan y la sal con los semejantes, es una
característica general entre los habitantes de la Sierra Gorda. Conmueve darse cuenta que en muchas familias
apenas tienen lo indispensable para
subsistir y sin embargo es frecuente ser invitado para departir con ellas.
La mayor riqueza material de los campesinos es la tierra, valor sobreapreciado cuando esta reúne condiciones de fertilidad. En ella cultivan sus alimentos y apacientan sus ganados. Del producto obtenido por el trabajo en el campo, una parte es para el consumo familiar y el resto lo venden o lo cambian por lo que otros producen. Mis abuelos poseían algunas porciones de terreno distribuidas entre los cerros y montañas, la mayor parte en condiciones aptas para ser cultivadas.
La superficie en que se ubicaba nuestra casa, junto a
un arroyo y a las faldas de un cerro, era de grandes dimensiones. Tres pequeños
jacales formaban nuestro hogar. Las paredes estaban hechas con material propio
del lugar: de piedras la cocina y una choza que servía de dormitorio; un jacal
fue construido con adobes… este, aparte de granero, también servía como
dormitorio. Para hacer los techos se utilizó zacate, tejamanil, pencas de
maguey o láminas metálicas galvanizadas. Los pisos eran de tierra que se regaba
antes de barrer.
“Antes las casas eran de palma loca y maderita, de
palitos de cedro… de pino, nadie tenía una casa de material, ni de teja, ni de
lámina, pues aquellos que tenían mas bien modo, su casa era de tejamanil”
(sic).[2]
En aquel entonces, todas las construcciones de las
comunidades tenían las mismas características. Con la emigración de los
lugareños hacia Estados Unidos de Norteamérica, se fueron cambiando muchas
chozas de piedra, adobe, zacate, palos y tejamanil que casi siempre estaban
separadas unas de otras, por las casas de concreto, varillas y láminas donde en
un edificio se encuentran la cocina, dormitorios y hasta un espacio que sirve
como sala o estancia, gracias a la llegada de los dólares que los emigrados
envían y la adopción de una nueva forma de vida. El panorama actual de las
comunidades nos muestra construcciones de ambos tipos, contrastando
evidentemente el paisaje y las condiciones económicas entre unas y otras
familias. En muchos casos este fenómeno social provocó el abandono de parcelas
y de casas hoy convertidas en ruinas, debido a que , lamentablmente, desde muy jóvenes los habitantes deciden emigrar en busca de mejores condiciones de vida.
Vivir en el ámbito rural permite disfrutar con
absoluta libertad de los arroyos y sus alrededores, recorrer palmo a palmo los
alrededores. La gente se acopla a las condiciones climáticas naturales con
mucha facilidad y se aprende a convivir con el paisaje que se forma con cada
cambio estacional, así como a identificar los posibles cambios del clima como
presencia de lluvia, calor o frío.
En la época de lluvias, cuando estas eran intensas,
apenas sentía que amainaban, de inmediato corría a pararme a unos metros de la
orilla del arroyo para admirar el espectáculo impresionante formado por el
caudal que descendía y pasaba a unos cuantos metros de mi casa, así como oír el
estruendoso ruido producido por tanta agua, la cual al mismo tiempo formaba
oleajes y remolinos cuya violencia al golpear en las orillas, tomaba el impulso
suficiente para llegar hasta mí en gran cantidad, empapándome si es que la
lluvia que aun caía no lo había hecho ya.
Sentía
temor ante las fuerzas de la naturaleza que evidentemente son muy superiores a
las mías, pero era mayor la curiosidad que me empujaba a retarla. Ahora pienso
en lo imprudente que fui al estar tan cerca de los torrentes, pues las
posibilidades de resbalar o que se desgaje el terreno se incrementan con la
humedad del mismo. Ni aún las frecuentes escenas de animales como burros o
reses y palos de grandes proporciones arrastrados por las turbulentas aguas
intimidaban mi curiosidad.
Hoy día, el nivel del agua que corre en ambos arroyos
durante el periodo de sequía ha disminuido considerablemente, llegando a estar
secos la mayor parte del año. El caudal de los afluentes alcanza sus mayores
niveles solamente durante el ciclo de lluvias.
Salir al monte, era otra de las cosas que me
excitaban. La presencia de neblina cuando era muy espesa me empujaba a acudir
en busca de lo desconocido. Para el espíritu aventurero, estas circunstancias
representan retos por vencer. Si me cansaba de correr y retozar en los
alrededores de la casa, me iba al huerto donde vivía mi abuela paterna. Las
edificaciones que conformaban nuestras viviendas estaban rodeadas de árboles
frutales como higueras, zapotes, nogales, duraznos, manzanos y membrillos que
nos proveían generosamente cada temporada sus deliciosos y nutritivos frutos,
además de nopales, magueyes y sábilas. A mi hermano y a mí, nos aguardaban
tupidos árboles frutales para que nuestras inquietas piernas y brazos trepasen
por sus ramas hasta llegar a los deliciosos frutos que de ellas colgaban para
cortarlos y enseguida de bajar nos diésemos un banquete que colmara nuestra
gula. De igual forma estos manjares satisficieron nuestro apetito. También
había árboles madereros como encinos, robles, cedros y mezquites.
En el campo nacen de
manera natural, diversos vegetales comestibles como chayotes, quelites y verdolagas, los cuales
formaban parte de nuestra alimentación cotidiana. De la sábila aprovechábamos
las flores, que allá se conocen como chiveles. Otras flores que consumíamos
eran las de palma y las del maguey, las cuales mi madre cocinaba con manteca de cerdo o grasa vegetal. Desde luego que eran complementos del maíz
y el frijol, los ingredientes básicos de nuestra dieta ordinaria.
A unos cuantos pasos de los jacales estaba la parte
más extensa del terreno: la parcela. En las temporadas de cultivo mi abuelo
paterno sembraba maíz, frijol y calabaza,
garbanzo. La mayor parte de la cosecha de estos granos era para el
autoconsumo. El resto se vendía o intercambiaba por otros productos con los
vecinos.
Mi abuelo en su labor como “formador de hombres de
bien” nos incluía a mi hermano menor y a mí en las tareas de cultivo. Entre los
quehaceres que nos adjudicaba estaba arrear los bueyes para la yunta, acercarle
los accesorios para uncir, dar de comer y beber a los animales. También lo
ayudábamos a barbechar, sembrar y escardar. Otra actividad importante que nos
encomendaban en el rancho, además de recoger leña en el cerro era pastorear el
ganado, compuesto en su mayoría por reses.
También tenía algunos burros y caballos los cuales servían para
transportarse de un lado a otro, así como para carga de leña, madera o granos.
Era divertido ayudarle sobre todo cuando se trataba de
preparar la tierra para la siembra, ya que después de arar quedaban unos
terrones, estos se deshacían con una rastra al tiempo que se limpiaba el suelo
de los tocones que hubiesen quedado de la cosecha anterior. Entre más pesada
fuese la rastra más fácilmente se pulverizaban los terrones, así que para
aumentar el peso, junto con él nos subía al artefacto mencionado, el cual era
jalado por la yunta que él mismo arreaba, utilizando una picota.
Saltar, retozar, vagar alegremente por los llanos,
cerros y montañas cercanos al lugar donde residíamos; caminar por veredas y
brechas para llegar a las mesas, puertos y poblados cercanos, fueron mis juegos
favoritos. Tanto los arroyuelos como espejos de agua me refrescaron cuantas
veces se me antojó. Quería conocer el mundo y una forma de hacerlo era
fomentando mi curiosidad. Varias veces me escabullía de casa en busca de la
aventura. Unas ocasiones lo hice con mi hermano menor que se dejaba arrastrar
por mí pero empujado por la misma inquietud aventurera que nos impulsó a escudriñar
tras los cerros, los peñascos o más allá de donde nuestra vista alcanzaba a
divisar; otras veces me arriesgué a vagar solo. Actualmente en mis andanzas por
la Huasteca y la Sierra Gorda revivo sonidos, olores, sabores que percibí en
tales correrías.
También era frecuente que nos despojáramos de las
ropas para jubilosamente introducirnos a las cristalinas aguas del arroyo que
pasaba al lado del camino, máxime si había alguna poza cuya profundidad nos
motivaba a practicar los clavados. Las piedras del arroyo así como los peñascos
estimulaban nuestra imaginación. Incontables ocasiones jugamos a identificar
las formas de animales u objetos figurados en las rocas que a nuestra edad
conocíamos. El tiempo y la distancia, convierten aquellos juegos infantiles en
nostalgia.
La emigración de la gente a las ciudades, además de
servir para mejorar el modo de vivir de la familia que se queda en los ranchos,
ha provocado cambios importantes en otros aspectos de los involucrados. Por
ejemplo, los caminos rurales ya no solo sirven para el tránsito de personas y
bestias de carga, pues han sido adaptados hasta donde las condiciones físicas del terreno lo permiten, para el paso de los muchos vehículos traídos por los emigrados,
sobre todo a Estados Unidos que salen de sus lugares de origen en busca del
llamado “sueño americano”. Por su utilidad, tales vehículos generalmente son
camionetas de carga, llamadas por los lugareños trocas (del inglés truck que en
español significa camión), influencia lingüística de los “mojados” que últimamente
ha permeado significativamente entre las comunidades por el alto índice
migratorio hacia el país del norte derivada en la aparición de un nuevo lenguaje: el “spanglish”, una mezcla del
idioma español con inglés. Otra ventaja que ofrecen los vehículos de este tipo,
es la factibilidad de poder transitar por los abruptos caminos de la sierra. Los automotores representan para los campesinos una
importante herramienta de trabajo que ha venido a reemplazar las bestias de
carga, facilitando el desplazamiento tanto de productos y animales como de
mercancías. Inclusive se utiliza como transporte de las mismas personas, ya que
el servicio público de pasajeros es una de las carencias entre las comunidades
alejadas, lo que refleja un mejor nivel de vida de las olvidadas comunidades.
Por cierto, cuando íbamos a las Mesas (de Jesús o de
Palotes), casi siempre lo hacíamos con la abuela y ella, en lugar de irse en
caballo le gustaba más hacerlo en burro. Un viaje que de ida duraba entre una y
dos horas, porque debíamos ascender un cerro con poca pendiente. Divertido y
fácil era el regreso, ya que mientras a la ida debíamos subir las veredas, de
vuelta nos sentábamos sobre la hojarasca y resbalábamos por las laderas que
unas horas antes, tanto nos habían agitado. Durante el trayecto alcanzábamos a
otros caminantes que llevaban el mismo rumbo en circunstancias parecidas. Era
frecuente encontrar arrieros con sus cuadrúpedos (burros, mulas o caballos)
cargados con bultos de maíz, frijol, sal en grano o madera. Es preciso agregar que la sal se utiliza para
dar a los animales, sobre todo a las reses.
Las Mesas eran dos de las comunidades más cercanas donde nos llevaban a oír misa y, al igual que los habitantes de los poblados aislados, nuestros mayores adquirían algunos productos como pan bolillo, azúcar, piloncillo de la región, pastas para sopa, harina de trigo y arroz sin tener qué ir hasta San Luis de la Paz, cabecera municipal y pueblo importante más cercano. De las Mesas hacia el norte, no había caminos para vehículos automotores. Ahora hay algunas brechas que los mismos rancheros han hecho, apoyados en algunas ocasiones por el gobierno municipal local, que de algún modo facilitan el acceso de las trocas. Escenas como las descritas, ya no es tan común verlas.
Las Mesas eran dos de las comunidades más cercanas donde nos llevaban a oír misa y, al igual que los habitantes de los poblados aislados, nuestros mayores adquirían algunos productos como pan bolillo, azúcar, piloncillo de la región, pastas para sopa, harina de trigo y arroz sin tener qué ir hasta San Luis de la Paz, cabecera municipal y pueblo importante más cercano. De las Mesas hacia el norte, no había caminos para vehículos automotores. Ahora hay algunas brechas que los mismos rancheros han hecho, apoyados en algunas ocasiones por el gobierno municipal local, que de algún modo facilitan el acceso de las trocas. Escenas como las descritas, ya no es tan común verlas.
Sin proponérselo, porque la razón principal es dar a
la familia un mejor modo de vida, la gente de la Sierra Gorda se empeña por
hacer de su tierra una región importante, aunque para lograr el objetivo se vea
obligada a emigrar más allá de la frontera norte de México. Muchas personas lo
han logrado. Otras siguen luchando para evitar la frustración y regresar
derrotados. Varios hombres y mujeres han
quedado en el camino.
Aprovechando las vacaciones o las fiestas patronales
de sus pueblos, muchos de los paisanos a quienes les ha ido bien económicamente
en el vecino país, vuelven para revivir su origen y convivir con la gente que
los vio nacer y crecer. Añoran pisar aunque sea por unos días su terruño.
Alimentarse con los frutos del trabajo campesino reflejado en unas “gordas” de
maíz quebrado, rellenas de frijoles con chile molcajeteado aderezado con raíz
de chilcuague, acompañándose de una taza de aromático café o un té de hojas de
limón u otro cítrico; así como campear por los cerros arreando el ganado.
Algunos emigrantes hacen un pequeño capital y vuelven
para emprender algún negocio y así colaborar a la economía del rancho, el
pueblo o incluso de la región.
Por fortuna, pocos piensan que fue mejor haber partido
y no vale la pena regresar. En menor cantidad están los que reniegan de su
raíz.
Vivir en el rancho Las Ajuntas creó mi orgullo serrano
por saberme descendiente de los chichimecas; enraizó en mi alma y en mi memoria
el amor por la tierra que me vio nacer, sentimiento que se ha extendido hacia
toda mi tierra mexicana, pero con un cariño especial hacia la REGIÓN HUASTECA y
mi SIERRA GORDA.
Lo plasmo con un verso, inspiración de uno de los
grandes versadores que ha dado la Sierra
Gorda guanajuatense.
Seré y soy serrano sobre de este mundo,
y en mi ser mestizo renuente a hipoteca.
Hay gotas de sangre de indio chichimeca,
que me enorgullecen en lo más profundo.
Soy hijo por cierto de un vientre fecundo,
engendrado en fiestas y en melancolías.
Guerrero indomable de la serranía
y lirio morado… corazón de encino…
pájaro volando… y piedra en el camino.[3]
[1] El Juego de las alternancias: la vida y la
muerte; Lourdes Báez Cubero; Ediciones del Programa Cultural de la Huasteca , 2005.
[2] Memoria
Histórica de Xichú, Cuentos y
Leyendas, Usos y costumbres, La cristiada, Recopilación de Iveet Velázquez
Tello.
Fragmento del Libro
La Huasteca. Un paraíso compartido
Autor: José Guadalupe Arvizu -PEPEHUAPANGO-
Edición independiente con apoyo PACMYC
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