jueves, 8 de septiembre de 2016

A propósito de la Muerte de Juan Gabriel

Juan Gabriel y su influencia social

A propósito de la muerte de Alberto Aguilera Valadez (Juan Gabriel), escribí la siguiente anécdota:

No les voy a hablar sobre lo que ya saben: que es un ídolo, que si vendió muchos discos, que si todos los medios de comunicación hablan de él, que si esto, que si lo otro, etc, etc.
Nada de eso. Lean hasta el final para entender mejor la idea.
Hace unos días platiqué con un amigo, a quien llamaré Manuel, cuyos orígenes están en algún punto serrano.
Nació, al igual que quien esto escribe, entre cerros y montañas y bajo un cielo azul, como en una inmensa hamaca, bañada por el sol (Con ese real escenario, hace muchas décadas Jesús Elizarrarás, casualmente guanajuatense, se inspiró para escribir una canción).
Su infancia también transcurrió en medio de los sembradíos y el ganado. Él, aunque feliz en su medio, también sufrió de múltiples carencias como tener un buen par de calzado.
En el rancho, los niños usaban huaraches de cuero con suela de llanta, los cuales con la humedad y todavía más si se empapaban, se convertían en un enemigo al caminar entre las fangosas veredas, consecuencia de las constantes lluvias de la época.
Allá donde aun hoy día, la inocente carita infantil es remarcada con una sonrisa al poder disfrutar de una coca cola y un paquete de galletas a mi interlocutor y un servidor, nos tocó satisfacer nuestra glotonería con una coca y un puñado de galletas de animalitos. Era el mayor placer que nos podíamos dar, porque no había para más. Claro que para esto, teníamos que ir a un poblado más grande donde hubiera tienda y el más cercano estaba a muchas horas (o hasta días) de camino.
La parte medular de este relato estribó en lo siguiente:
“Nosotros vivíamos muy lejos, -cuenta Manuel- por allá entre los cerros. Para llegar a Concá, un rancho más grande que ahora ya es un pueblo en toda la extensión de la palabra, en tiempo de lluvias era muy complicado, Pepe. Sobre todo porque había que cruzar los arroyos y también un río con crecientes terribles. –Con mímica muy expresiva, Manuel trataba de dar mayor énfasis a sus palabras-.
Había unas personas que les decían garrucheros. Ellos nos ayudaban a pasar aquellos arroyos que cuando aguacereaba se llenaban de lado a lado… A veces nos quedábamos hasta tres días de un lado mientras amainara la lluvia para poder cruzar al otro, porque mientras lloviera el hombre aquél no podía trabajar. Bueno, hasta quince días hacíamos para ir y venir a Concá, pero la necesidad era la que nos obligaba a hacerlo, ¡aunque estuvieran los aguaceros en toda su intensidad que entonces duraban dos o tres meses!
Pepe, ¡cómo me acuerdo de esa vez que mi padre me llevó con él! Yo estaba chiquillo. Tendría unos nueve o diez años. Necesitábamos maíz y como el año anterior no hubo buenas cosechas en el rancho, pues tuvimos que ir a buscar donde hubiera. La Conasupo de aquel entonces (Comisión Nacional de Subsistencias Populares) surtía de maíz y otro abarrotes a los ranchos y llegaban ahí, donde te digo.
En ocasiones aguardábamos cuatro o cinco días, esperando que llegara el camionsote con el grano para ponerlo en aquellos conos grandotes de piedra y concreto (silos), a fin que después nos lo racionaran ¡pero gacho! Con decirte que solo vendían como quince o veinte kilos por persona, era lo más que nos vendían, porque no había suficiente…
Bueno, lo que hace acordarme es que esa vez llegamos a Concá después de tres o cuatro días de camino bajo la lluvia, entre el camino en muchas partes tan pantanoso que se me hicieron mis huarachitos guangos, guangos… Con la cansada del viaje, el aguacero que no calmaba y la maltratada que me daban los huaraches, ya lo que tenía ganas era de llegar y descansar.
¿Pues, cómo ves? que cuando entramos al rancho aquel, oigo en una de esas bocinas de esas… perifónicas  la canción de Juan Gabriel que dice “Lloviendo está y a través de la lluvia” en la parte que dice “lloviendo está y por eso es que no ves mis lágrimas”, ante eso se me llenaron precisamente los ojos de lágrimas, porque ya no aguantaba más. Pues oye, ¿cómo sabía aquél cuate que estaba lloviendo? ¿Cómo sabía que yo casi quería llorar?... ¡Mis lágrimas se confundían con la lluvia, Pepe!
Ese es el recuerdo que me llega con esa canción de ese cuate. Allí lo oí por primera vez…”

Cuando terminaba su relato, vi brillar los ojos de Manuel. Sus lágrimas evidentemente no eran de tristeza por la muerte del cantautor, sino el amargo dolor guardado ante lo injusta que es la vida. Porque a unos les dota en demasía de lo necesario en tanto que a muchos los priva de lo indispensable para subsistir. 








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