Texto: José Guadalupe Arvizu Olalde
Primera visita a doña Concha realizada por Cecilia Tello Zúñiga y el autor.
Es el mediodía. El vientecillo
fresco que caracteriza esta época del año contrasta con el picante sol que
dejaba caer sus rayos inmisericorde sobre el altiplano que conforma el valle de
tres municipios queretanos: San Juan del Río. Pedro Escobedo y Querétaro.
Llegamos a la comunidad
Epigmenio González, geográficamente situado en Pedro Escobedo. La población es conocida por los habitantes
como El Ahorcado.
Preguntando por aquí a una
señora que va acompañada de un menor y por allá a un anciano de caminar lerdo,
nos enteramos dónde podríamos encontrar a la señora que nos motivó a visitar
ese poblado que destacó en las noticias, incluso a nivel nacional e
internacional, por varios meses: María Concepción Moreno Arteaga, doña Concha.
Cecy, mi esposa, se interesó
en saber de ella cuando le comenté de quien se trataba. Quiso verla
personalmente y saber si podría ayudarle en algo para su causa, por eso me
ofrecí a llevarla a ese lugar: El Ahorcado.
Ella y yo somos hijos y
familiares de inmigrantes. Cuando soltero, el papá de Cecy se fue por algunos meses a
la Unión Americana para probar fortuna. Ahorró un poco de dinero que le
sirvieron para invertir en algunas vacas al regresarse. Poco después casó y se
estabilizó en la comunidad donde ha vivido toda su existencia. Ella, sus
hermanas y hermanos también son migrantes. Dos varones salieron hacia el país
del Norte y aun no regresan después de muchos años. Las mujeres y un varón
residen en el Estado de México desde muy chicas, casi adolescentes. La mayoría de
sus congéneres piensa en no volver al rancho.
Con mi padre ha sido diferente.
Él comenzó a irse en busca del “american dream” desde que yo tenía siete años. En
cuatro décadas ha vuelto por algunos periodos cortos, el más largo fue por doce
años y los demás no fueron mayor a dos meses. Ahora no tiene para cuándo
volver, ya no a la tierra donde nació, sino siquiera a esta patria mexicana; mucho
menos cuando ya ha obtenido la ciudadanía norteamericana, convenció a mi madre
de hacerlo también y se ha llevado cuatro hijos tras él. Casi todos ya se
acostumbraron al “american way of life”, solo dos de mis hermanos volvieron
para quedarse.
Quizá por lo anterior,
sentimos la necesidad de conocer a doña Concha. Pero sobre todo porque nos
enteramos que ayuda a hombres y mujeres
que vienen del sureste de México y de Centroamérica escapando de la miseria en
que se encuentran para ir en busca de un trabajo bien remunerado con el cual
dar un mejor nivel de vida a sus familias que se quedan en su lugar de origen,
pero que ahora están en la misma situación que estuvieron nuestros padres y
hermanos cuando decidieron irse al Norte como casi todos lo hacen… de mojados,
de ilegales, a la buena de Dios.
Por fin, llegamos a donde nos
habían indicado nuestros informantes espontáneos.
Frente al extenso solar
limitado por malla de alambre que circunda la escuela Telesecundaria “Ángela
Peralta” donde juegan los alumnos durante el receso, separadas por la calle
Vicente Guerrero, se asientan las humildes viviendas en las cuales residen doña
Concha, algunos familiares y vecinos.
Toqué en una puerta fabricada
con madera de desecho, en tanto Cecy aguardaba en el vehículo que fuimos a la
comunidad.
Me indicaron que la señora que
buscábamos vivía al lado, ingresando por un angosto andador de tierra, “al fondo estaba una puerta de madera que es
la entrada a su terreno”, precisaban.
Me dirigí hacia el punto
indicado pero antes de entrar al pasillo un hombre joven, treinta y tres años a
lo más, a quien le pregunté por la señora Concepción volteó hacia el andador y
me dijo: Sí, ella es. Aquí la buscan. – agregó
dirigiéndose a la mujer. Más tarde doña Concha comentó que es su hijo.
Mujer madura (dijo tener
cincuenta y cuatro años) de complexión mediana; carirredonda con pelo corto
prácticamente blanco por las canas; facciones ajadas por el tiempo con ojos de
mirar melancólico, triste. Su caminar es lento porque está perdiendo la vista
muy rápidamente “por causa del azúcar”,
puntualiza.
Le saludé y llamé a Cecy para
presentarnos y seguidamente explicarle el motivo de nuestro interés por conocerle.
Inmediatamente nos invitó a pasar, a lo que nos disculpamos diciéndole que por
esta vez preferíamos que la conversación fuese en la calle, ya que sería muy
breve nuestra visita.
Sin tantos rodeos nos dijo que
está muy decepcionada de la aplicación de la justicia.
-
Oiga, que ya no podemos dar ni siquiera un taco para ayudar a esa pobre
gente, a mis muchachos, porque yo les digo mis muchachos. Fíjese nomás que por
eso me llevaron presa.
-
¿Cómo fue que comenzó a hacerlo, doña Concha? -pregunté.
-
Es que una vez empezaron a llegar unos muchachos sucios, lastimados que decían
que venían de por ái de Honduras o de Guatemala, pidiendo algo para comer. Los
vi tan mal que les preparé un taquito sencillo, pero que les ayudara algo. Y
así me propuse que cuando fuera necesario aunque nomás sea una taza de café
pero algo había qué darles, para que les caiga algo al estómago después de
tantos días sin comer y que vienen sufriendo por el camino con la gente, los
policías…
-
Le comento a mi esposa que usted estuvo presa…
-
Sí, fíjese nomás. Estuve dos años y medio.
-
¿Y por qué? –pregunta Cecy.
-
Me acusaban de pollera. Yo qué pollera voy a ser, si nomás les doy un
taco. Le decía al juez ‘Ándele, vaya a ver mi casa. Yo creo que los polleros
viven en casas más buenas. Yo apenas tengo donde dormir’… En aquel entonces yo
nomás tenía mi chocita de láminas de cartón; ya después que salí de la cárcel
el presidente municipal me mandó hacer un cuartito de tabique.
Pues no, el juez hasta me dijo
que le estaba faltando al respeto y le contesté: más me lo falta usted a mí,
porque me achaca cosas que no tienen nada qué ver conmigo. Lo que hago es
darles de comer a mis muchachos. A veces no tengo ni para mí, pero algo les ha
de servir lo poquito que les doy. Usted qué, ni un peso ha de soltar ni para su
familia aunque gane harto dinero.
-
Él no le creyó… -observé.
Pero como si no me escuchara
doña Concha continuó:
-
Y se lo repetí al juez; he de salir y voy a seguir dándoles lo que pueda
mientras Dios me deje vivir, porque un vaso de agua y un taco no se le debe
negar a nadie.
-
¿Y recibe ayuda de sus vecinos? –Le preguntó Cecy.
-
¡Hay señito! De nadie. ‘Ora ya los de aquí no quieren ni meter las manos
después de lo que me pasó. Eso sí, cuando llegan a sus casas luego luego me los
mandan para acá “Vayan con doña Concha. Ella los ayuda”, les dicen. Pero nadie
me manda un kilo de arroz o unas tortillas para darles de comer. Yo veo como le
hago, pero busco por aquí o por allá y ya les hago un café. Hay veces que una
señora por ái me manda algo de comida que le sobra; “Tenga para sus muchachos”,
pero de ái en fuera, nadie más.
-
Dice que a veces llegan lastimados, heridos…
-
Sí. Dicen que les pegaron los demás que vienen en el tren o la gente por
ái en el camino, o que se cayeron del
tren. No falta. Lo bueno que la enfermera de aquí del centro de salud, no me
cobra. Me los pasa con la doctora y ya le dice qué es lo que les debe de hacer.
Que una curación o que unas costuras. Fíjese, una vez a un muchacho que venía
con una herida en la pierna, así, (señala en forma vertical sobre la suya) le
puso casi cuarenta puntadas, y no me cobró ni un centavo.
Antes que me llevaran presa se
acostumbró un muchachito, creo que era salvadoreño, y aquí se quedó conmigo
mucho tiempo. Pero nomás que tenía cáncer. Lo llevé al doctor. Fuimos al
hospital y le conseguí tratamiento porque les dije que era mi sobrino. Por aquí
pedía con los vecinos para comprarle sus medicinas. Lo llevaba a las, las
estas… terapias…
-
Quimioterapias. –intervengo-.
-
Sí, a las quimioterapias. Y ya empezaba a recuperarse cuando que viene
la policía…
-
Fue cuando la detuvieron…-le interrumpí.
-
Sí. Llegaron varios policías y con las pistolas en la mano me gritaban
con puras maldiciones y preguntando que
dónde estaban los demás y me acusaron de pollera.
-
Cuando estaba allá que le digo al juez. No señor, yo no soy pollera.
Nomás cumplo con darle un taco a mi prójimo que lo necesita. ‘Ora usted cree
que si yo me dedicara a lo que dice, estaría viviendo en esa choza. Tendría
casas buenas.
-
¿Y qué pasó con el muchacho que estaba enfermo? –Cuestionó Cecy.
-
Se murió, –responde apesarada-. Yo creo que fue por la falta de
medicinas. Como a los cuatro meses que yo estaba en el penal me avisaron que ya
se había muerto. A ver nomás. Esos hombres que quedan por acá y su familia ni
enterada de si viven o si están bien o enfermos.
-
¿También vienen mujeres, doña Concha? –Preguntó Cecy.
-
Sí. Vienen más hombres, pero también llegan a venir muchachitas. A lo
mejor vienen más, pero no todos llegan hasta acá. Les da miedo que los vaya a agarrar
la migra y entonces sí, de nada valió tanto sufrimiento. Es que unos se quedan
por allá, por las vías, y otros se vienen o los mandan a buscar qué comer o a
pedir dinero para seguir el camino.
Si tengo yo los invito a
tomarse un café o me piden permiso de bañarse y si se quieren quedar, pos
aunque sea en el suelo de la cocina o en el patio.
-
¿Qué es lo que más le falta para apoyar a estas personas que andan tan
lejos de su tierra y buscan algo mejor para su gente? –le preguntamos.
-
Frijol, arroz, sopas, café. Jabón, porque a veces ni jabón tengo para
que se bañen o laven su ropa.
Amargamente se queja de la
condición humana cuando dice que quienes se comprometían a ayudarla, nunca lo
hicieron.
-
Fíjese, el licenciado Vicente Rayas Gómez le pidió diez mil pesos a mi
familia para ayudarme a salir. Mi familia pidió prestado, juntó dinero con los
vecinos y se lo dieron y ya no volvimos a saber de él.
O
también para exhibir la insensibilidad e indiferencia:
-
Cuando estaba presa, mis hijos me avisaron que una vez el tren le cortó
una pierna a un centroamericano y que había mucha gente de aquí alrededor del
muchacho y nadie lo quiso ayudar. Que decían que no, porque no querían que les
pasara lo mismo que a mí.
También está agradecida con
aquellas personas que la apoyan para recuperar la vista.
-
Santiago a veces viene por mí, a veces Agustín para llevarme con el
doctor que me va a curar. Dicen que la operación de los dos ojos va a salir en
ochenta mil pesos. Ojalá y pueda volver a ver, aunque sea tantito.
Nos platicaba otras vivencias
más que ha tenido en su loable labor, pero interrumpimos la conversación para
despedirnos con el ofrecimiento de regresar otro día.
Los diez minutos que traíamos
destinados para entrar en contacto con esta samaritana, se prolongaron hasta
casi una hora.
Nos despedimos, no sin antes
asegurarle que muy volveríamos.